Acabamos de conocer los datos actualizados, de algo muy difícil de cuantificar, como es la economía sumergida de nuestro país, que en principio se estima en el 16,8% del PIB, es decir, unos 168.000 millones de euros.

Cuando hablamos de economía sumergida, nos estamos refiriendo a las rentas que no se declaran y por tanto generan un fraude fiscal, de unos 26.000 millones de euros.

Al igual que otros males de la sociedad, esta situación requiere de una lucha constante en el tiempo, que permita reducirla a niveles mínimos, por el bien de la sociedad en su conjunto.

La tarea no es, ni será fácil, porque requiere de una concienciación social, junto con una estabilidad económica y política, que estamos muy lejos de conseguir.

La lista de personajes famosos,  “poderosos” o influyentes que están siendo investigados por fraude fiscal, no ayuda en nada. Tampoco lo hace el hecho de que el dinero público no se haya gestionado de la forma más eficiente posible.

Por todo ello, va a resultar muy complejo el cambio de actitud  en la ciudadanía, que nos haga revertir a tasas razonables, la situación actual. No obstante estamos ante un camino que hay que comenzar desde todos los frentes, para al menos estabilizar la situación e irle ganando terreno con los años.

La penalización de la utilización del efectivo en importes medios y altos, está ayudando a poner coto a la praxis de la economía sumergida. La realidad que se va imponiendo de facilitar los pagos a través de dispositivos electrónicos o tarjetas, irá ayudando a conseguir el objetivo. De hecho, los países más avanzados en la desaparición del efectivo, se encuentran en mejor predisposición para minimizar la economía sumergida.

La educación económica, financiera y para el emprendimiento, también dará sus frutos en las generaciones que vienen detrás, si se hacen las cosas correctamente.

En primer lugar porque deberían ser capaces de generar recursos y riqueza de forma consistente, sin depender de la limosna pública en forma de subvenciones, lo que les daría más estabilidad e independencia económica.

Por otro lado, esos recursos generados, serán mejor gestionados y pagarán impuestos, porque no serán economías de pura subsistencia. Si los administradores de los recursos públicos, en el futuro, son más responsables, formados y profesionales, conseguirán que los ciudadanos confíen en su buen hacer, lo que reducirá la autoridad moral de pagar menos impuestos, por el mal ejemplo y gestión de quienes ejercen esas funciones.

Finalmente la labor de la Agencia Tributaria, persiguiendo el fraude y los defraudadores, con todo lo que las nuevas tecnologías permiten, ayudará a disuadir a muchos ciudadanos, aunque esta vía, no tendría tanto trabajo por hacer, si los dos puntos anteriores, se extendiesen de forma generalizado.

La difícil pregunta es: ¿Quién debe llegar primero? Los administradores de lo público responsables o los ciudadanos con más conocimientos económicos y valores más sólidos?

La realidad apunta a que llegarán juntos, cuando hayan pasado una o dos generaciones, si las cosas se hacen bien. La realidad social nos lleva a conclusión de que la gran mayoría de los ciudadanos están entre los que no saben casi nada de economía y para los que los administradores de lo público son una amenaza, que les roban los pocos recursos que son capaces de generar. Con estas firmes convicciones, la sociedad no va a cambiar en el corto plazo.

Por tanto, hagamos ver a las generaciones que vienen detrás, como deberían ser las cosas, para que ellos construyan una sociedad que no tenga los vicios que están aquejando a la nuestra y que ponen en peligro la sostenibilidad de los logros conseguidos hasta el momento, tanto desde el punto de vista social como económico.